EL RETRATO BARROCO
Para entender el retrato de este período debemos situarnos en el contexto de la Europa de los siglos XVII y XVIII, donde se produjo un gran cambio en el sistema de relaciones internacionales. Los grandes hitos serán las guerras de religión del XVII y las revoluciones del XVIII. Por otra parte, aparecerán nuevos horizontes, como Rusia y Estados Unidos.
Todos los acontecimientos históricos presentan rasgos diferentes, mostrándonos dos siglos ricos en contrastes y sorpresas, donde veremos importantes avances científicos y una nueva fastuosidad en las artes. Desde mediados del XVIII la medicina se convirtió en una disciplina moderna. También asistimos a los avances de navegación y los nuevos descubrimientos geográficos, junto con el nacimiento de una nueva economía que sentará las bases del capitalismo moderno. En cuanto al conocimiento, es el momento de los grandes saberes enciclopédicos.
Un panorama tan rico obligatoriamente queda reflejado de la misma manera en el retrato; de tal forma que en este campo se deja sentir la importancia de la época en rostros, ambientaciones, etc.
A lo largo del XVII podemos distinguir una serie de rasgos que permitirán identificar y definir al retrato de una manera bastante clara. Por una parte, el intercambio de ideas entre pueblos es más intenso y fluido. También asistimos a nuevos centros estilísticos o nuevas escuelas nacionales, que alcanzan una madurez extraordinaria. España en el XVII se asomará a este género de una manera importante; como también hará Holanda.
El espíritu del barroco se extiende por Europa de una manera homogénea, al menos en la circulación de ideas, y no tanto en cuanto a la homogeneización de rasgos de estilo o formales. Se contrapondrán las dos grandes estéticas del clasicismo y el naturalismo.
A pesar de estas diferencias habrá puntos artísticos de referencia universal; nos referimos al eje que lleva de Amberes a Roma, que seguirán numerosos artistas. Rubens sigue esa línea de norte a sur; era casi obligación para la formación de los grandes maestros del retrato nórdico moverse en torno a ese eje, como hizo Van Dyck.
Alrededor de estos ejes aparecerían artistas y tendencias claves, como Caravaggio, Rubens, Poussin, Bernini, etc; los puntos de referencia para todo el continente. Tanto es así que el XVII ofrece una alternativa clara a los pintores. Por una parte, ese naturalismo caravaggista, controlado por la luz; y por otra, la fantasía colorista, que es propia del decorativismo barroco.
Hay que tener en cuenta que los puertos del norte de Europa se convertirán, al igual que en el siglo XV, en centros de intercambio y comercio de arte. En esos puertos se desarrolla una importantísima actividad comercial que es la base de un nuevo mercado y clientela; una burguesía emprendedora que será la principal destinataria del arte flamenco del XVII. Con esto, Rubens y su influencia harán que Amberes se convierta en la capital del mundo artístico europeo.
Rubens. El retrato de aparato.
Rubens e Isabelle Brant en el jardín del amor.
Este retrato es una exaltación de sí mismo en cuanto a pintor y humanista. Rubens es un personaje clave para crear el modelo ideal de artista del XVII: culto, refinado, lleno de ideas; alcanzó altísimos honores gracias a su condición de pintor y se convirtió en el ideal de artista al que se había aspirado en el Renacimiento.
En su taller pintaba, escuchaba música, le recitaban a Tácito en latín y escribía cartas. Era, además de pintor, un embajador y por tanto en este retrato aparece de esa manera; vestido correctamente, con una pose elegante, un gesto que revela seguridad en sí mismo y el adorno de la espada como signo de distinción. Rubens se presenta a sí mismo como una persona de gran éxito, alejado del ambiente de trabajo, nunca pintando.
Se ha representado en un ambiente romántico, como un enamorado delante del árbol del amor: la hiedra. Es importante el lenguaje de las manos entrelazadas con respecto al Matrimonio Arnolfini de Van Eyck; hay en Rubens un cambio substancial en la ambientación y concepción de la escena que incluso se ve en la forma de mirar de cada pareja. Isabelle Brant viste a la manera española, lo que habla de ese gusto por lo español en el XVII. Aun así, retrato posee un aire de solemnidad.
Franz Hals y su mujer.
Sin embargo, Hals concibe de forma muy distinta la relación marital. El pintor se echa para atrás con una pose informal. Lleva sombrero de ala ancha y sonríe de una manera espontánea que nada tiene que ver con la elegancia de Rubens. Su mujer apoya pesadamente, sin delicadeza, la mano sobre sobre el pintor. Hay un enorme sentido de espontaneidad en Hals frente al aparato de Rubens.
La ironía está presente en este retrato, que además se relaciona con el pensamiento de estos momentos. Los dos retratos están hechos en ambientes religiosos muy distintos: el Amberes católico de Rubens frente a la Haarlem luterana de Hals, mucho más estricta y rigurosa.
Se ha incidido en que la ironía de Hals se ve en los rostros y en la aspereza de la vegetación junto a ellos. Hay, sin embargo, un punto de unión entre Rubens y Hals; la nobleza y la dignidad de la pintura que parece que subyace en ambos. En el segundo se ve en ese fondo de paisaje a la italiana, como una concesión a los logros que en Italia se habían alcanzado desde el Renacimiento.
Todos los restos clásicos que se ven en el fondo tienen poco que ver con la realidad; son alusiones a la diosa Juno como protectora del matrimonio, que garantiza la unión.
Carlos I de Inglaterra. Antoon Van Dyck.
Dentro de la evolución del retrato flamenco fue Antoon Van Dyck capaz de encontrar un equilibrio entre el carácter áulico y la franqueza con la que son retratados sus clientes. En 1621 acaba su formación con Rubens y se va a Génova, donde hay una colonia de flamencos, y estuvo hasta 1626. Vuelve a Amberes y se muestra como alternativa a Rubens hasta 1628, que la Archiduquesa lo convierte en su retratista. En 1632 se convertirá en el pintor de Carlos I Estuardo hasta 1641, año en que murió. Es él, el precedente de una escuela de retratistas que en el siglo XVIII daría los primeros grandes nombres de retratistas ingleses: Gainsborough y Reynolds.
El estilo más personal de Van Dyck lo vemos en el retrato de Carlos I Estuardo, en tanto a que es precedente de este tipo de retrato. Este retrato no es ecuestre, los símbolos son alegorías del poder, como en los cuadros de Fran Hals y Rubens. Él encima no lleva signos presentes de su condición, esto es porque Van Dyck ha sido muy sutil a la hora de representar su poder, recuperando la visión de abajo a arriba (“soto in su”), como los cuadros de Carlos V de Tiziano, ya que expresa mejor la majestad real.
Lo pinta con atuendo de caza, que era un signo privativo de la nobleza, de su posición y de su carácter aristocrático. Este tema es repetido por Velázquez, que representa escenas de caza con perro. Es un capítulo común de la nobleza europea, unidos por este tipo de retratos.
El rey aparece acompañado por un palafrenero tocando las crines al caballo; están en el bosque iluminados por la luz del día. Pero lo que más nos interesa es cómo muestra al rey, con sombrero de ala ancha, jubón brillante, espuelas de oro, calzas y botas altas; en la mano lleva un guante, no está sorprendido de manera espontánea, sino que ha posado.
La espontaneidad y frescura la encontramos más aún en Velázquez. Sin embargo, aunque parezca espontáneo, todo está muy bien calculado. La mano sobre la cadera, lleva el guante en la mano, símbolo del mundo caballeresco al que pertenece. Es una forma elegante de ser representado, es una elegancia que era propia del monarca, según “El Cortesano” de Baltasar Castiglione. Éste estableció un código de comportamiento, donde el rey debía aparecer rodeado de una nobleza ideal, poseedor de una cultura polifacética, con actividades como la caza. Además debe presentarse de manera franca y natural, pero conservando su dignidad y estableciendo una distancia respecto a los demás.
El retrato de estado.
El retrato de aparato va trasformándose, al mezclarse con la representación del poder, y llega al retrato de estado, muy ostentoso, dedicado a impresionar.
Luis XIV. Jacinto Rigaud.
Es la representación del absolutismo más completo. El rey es representado a sus 63 años pero conservando aún todo su poder. Su absolutismo llegó incluso a la intransigencia de la libertad religiosa. Se dedicó a difundir la forma de vestir y de vivir francesas. También representa la pompa y el boato de la monarquía francesa. Aparece el rey de pie, con toda su majestad, delante del trono y con elementos que sí muestran su posición monárquica.
Nada que ver con el de Carlos I Estuardo, en éste no hay cercanía sino un gran alejamiento.
Va vestido muy elegante con un manto de armiño, decorado con flores de lis, que representan a los Borbones. Es un escenario ennoblecido, monumental, con una columna al fondo, relieves en los plintos que aluden a los valores y virtudes del monarca. Lleva peluca postiza, de grandes tirabuzones. Aparece la corona regia, el cetro, en al brazo izquierdo apoyado en la cadera donde va la espada, las piernas elegantemente puestas y zapatos de lazos rojos. La postura sí se parece a la de Carlos I. Todo está muy calculado, mostrándonos el espectáculo de la corte de Versalles, por donde se movía el rey sol con unos itinerarios que aludían a su condición de astro solar. Sus estancias estaban de este a oeste para que su vida cursara como la del sol. La Galería de los Espejos recibía los reflejos de la luz solar, como una gran caja de luz, además en los jardines, orientados en diagonal como si fuesen rayos del sol, predomina la figura de Apolo.
Con la ausencia de libertad religiosa tenía todos los ámbitos del país controlados, sobre todo el Jansenismo, una filosofía personal que negaba a las autoridades eclesiásticas la capacidad para representar la voluntad de Dios, y lo mismo hacía respecto a los monarcas.
Cuando su nieto Felipe de Anjou viene a España a ocupar el trono de Carlos II, nieto y abuelo se solicitaron mutuamente retratos, hechos por Rigaud, como regalos de despedida.
La estrategia de la imagen.
Para el retrato de estado es muy importante la estrategia de la imagen, como la escenografía de Luis XIV. Durante la primera mitad del siglo predomina el sentido clasicista de Poussin, una pintura muy culta y refinada que representa la historia y la naturaleza.
Felipe V de Anjou.
La nueva corona se encontraba ante un reto, tanto de lenguaje, cultura, tradición, etc. Felipe V sabe que debe vestirse a la manera tradicional española; con esa sobriedad propia de los Austrias. El retrato de ésta época estaba representado en España en el último tercio del siglo XVII por Carreño de Miranda y Claudio Coello. Con esto, Rigaud le da un carácter sobrio: con fondos neutros, en algunas ocasiones aparecen muebles, y los personajes se muestran envueltos en vestiduras negras y cuellos blancos. Los españoles, acostumbrados a esto, querían ver una cierta continuidad en el nuevo rey, aunque fuera visual. Por esta razón Luis XIV le recomienda a su nieto que no rompa ese lazo, convirtiendo los ropajes en elementos iconográficos. Así Felipe V aparece vestido con traje español, con la Orden del Toisón colgando del pecho y el pelo esponjoso. Hay contraste en ambos retratos de Rigaud, pero ambos tienen el mismo fin político.
La severidad del Port-Royal Philippe de Champaigne contrasta con Rigaud, en él vemos como se produce un carácter intimista, influido por el Jansenismo, que plasma la teoría de Port -Royal. No aparece la riqueza del retrato de aparato, ya que Port-Royal es su contraposición, y Champaigne su mayor representante.
Triple retrato del Cardenal Richelieu. Champaigne.
Es un triple retrato, un estudio para la tumba de Richelieu en la Sorbona. Este triple retrato nos lleva al debate que se produjo en el siglo XVI, donde los escultores para representar todos los puntos de vista con hacer un retrato, un busto, les sobraba, mientras que los pintores debían de hacer más de un retrato para captarlos todos.
Cardenal Richelieu. Champaigne.
Aparece en un interior monacal, está dentro del estilo Port-Royal. Se encuentra en un ambiente teatral, pero llama la atención la pobreza de elementos arquitectónicos; también llama la atención la pobreza en la gama de colores, que sin embargo tienen una fuerte intensidad. El rostro del cardenal aparece triste, en un recogimiento que nos invita a reflexionar. Tiene una postura parecida a la de Luis XIV; girado hacia delante, con el brazo estirado con el bonete en la mano. A pesar de esto no es un retrato político, sino de gobernador espiritual.
Velázquez y el retrato barroco.
Nace en Sevilla en 1599 y muere en Madrid en 1660, cinco años antes que Felipe IV. En su etapa sevillana pinta lo que la sociedad le pide, pintura de género, de costumbres y religiosa, dentro de un naturalismo que gustaba mucho.
El aguador de Sevilla (1623).
Es muy realista y observador de la naturaleza. En cierto sentido podemos considerarlo retrato, porque usa modelos muy característicos de la época. Pacheco dice que Velázquez tenía un aldeanillo al que no paraba de retratar. Estos nos demuestra que ensayando el dibujo se puede representar mejor la realidad, sus matices y al hombre. Destaca y selecciona todos los matices de la realidad. Pese a que el modelo es de clase baja, tiene en
parte, distinción. Esta es la manera con la que Velázquez retrata al hombre, en una pintura de paleta limitada.
Sor Jerónima de la Fuente (1620).
En ella se ve toda la carga de sinceridad del retrato de Velázquez. Esta monja franciscana pasó por Sevilla antes de embarcarse hacia Filipinas. Formaba parte de una de estas misiones evangélicas, de tanta importancia en el XVII, cuando incluso ayudaban al comercio y al intercambio de arte: por ejemplo, las visitas de San Francisco Javier a Japón contribuyeron a la entrada en occidente de jades, marfiles, etc. Esta monja anciana, sexagenaria, llegó a vivir casi veinte años más en Manila. Velázquez utilizó la mínima expresión de la paleta cromática. En ese sentido, intentó destacar la importancia, que originalmente estaba envuelto por una filacteria blanca. La luz
volvemos a verla como un elemento modulador.
Llama la atención la energía de la modelo. Un retrato de despedida venía a representar la inmortalización de la imagen de alguien a quien no se iba a volver a ver. Un sentido mesiánico debió ver Velázquez en esa monja, con esa gran seguridad que muestra ante una misión que parecía descabellada. Decía Julián Gállego que Velázquez nunca había pintado un retrato tan desagradable. No existía ese sentido de agradar al modelo, que tantas veces habíamos visto antes. No buscaba Velázquez un sentido adulador, que sólo desarrolló en el Conde Duque de Olivares. Con esto, representa al personaje tal y como se ve, escrutando el interior del personaje de una manera veraz.
En la corte tiene dos etapas, la primera es más corta que la segunda. Esta segunda será más larga y definitiva; durará hasta la muerte del sevillano. Dentro de la corte supondrá una gran renovación, ya que tras los retratistas de Felipe II el retrato había caído en un esquematismo agudo. En la primera serie de retratos cortesanos se encuentran los siguientes:
Felipe IV. Velázquez
Cuando llega el sevillano y representa al monarca por primera vez es tan grande el impacto que se decide que nadie más represente al rey salvo él. En este retrato recurre a un esquema muy sencillo; con los pies en forma de compás (según Alfonso Pérez Sánchez), que da estabilidad a la figura, sin elementos que le acompañen, salvo algún mueble pequeño o sombrero. El personaje aparece de cuerpo entero, aislado, sobre un fondo neutro; la luz aparece desde la izquierda, creando sombras y modulando el espacio, lo que nos da la dimensión del espacio en el que se encuentra el retratado.
No recurre a ningún otro signo más, salvo los que el personaje lleva en sí mismo; como ese billete blanco que sostiene en la mano. Esto representa un memorial que simboliza la responsabilidad del rey. Lleva otro signo casi imperceptible, el vellocino o toisón de oro. En cuanto al retrato de su hermano el infante Don Carlos, también posee ese toisón y el memorial se sustituye por ese gesto de elegancia al dejar caer el guante.
Conde Duque de Olivares (1624).
Aparece la enorme figura del Conde Duque en pie, visto de frente, vistiendo el sempiterno traje negro que caracterizaba a la austera corte española. En su traje encontramos bordada la cruz roja de la orden de Calatrava, apreciándose las espuelas de oro de caballerizo mayor y la llave de mayordomo al cinto, indiscutibles símbolos de su poder. Apoya su mano derecha sobre una mesa cubierta con un tapete de terciopelo carmín y la izquierda sobre la empuñadura de su espada, recortándose la figura sobre un fondo neutro. La mirada dura e inteligente del hombre más poderoso de su tiempo ha sido perfectamente interpretada por el maestro, con su capacidad para captar el carácter y la personalidad de sus modelos. Por lo tanto sigue la modalidad de estos primeros retratos de pie, con un mueble de acompañamiento y fondo neutro.
Tanto en este retrato como en el del rey joven el centro de atención está concentrado en el personaje. Ellos mismo se valen para presentar su condición. Lleva Olivares una llave de oro en la mano, que indica que tiene el cargo de sumiller de corps, uno de los personajes clave de la corte. El vestuario se enriquece con los puntos limitados de la cara y las manos. Estos cuadros están dentro de una gama de colores limitados; los fondos lisos y neutros causaron gran sorpresa frente a los retratos de aparato. Velázquez sólo necesitaba al personaje y todo se centraba a él, y gracias a la luz conseguía sensaciones ambientales.
En esta primera serie de retratos también hizo a personajes de la corte, como el de Francisco de Quevedo. Se cree que eran para el libro de retratos en grabados de su suegro Pacheco, entre los que había artistas, pero sobre todo políticos, miembros de la Iglesia, etc.
Representa muy bien su personalidad, bastante conocida por sus contemporáneos. Lo retrata en tres cuartos, con ese negro dominante y los puntos de luz destacando sobre todo el cuello blanco.
Tiene un rostro duro, se ve su carácter en los ojos y en la boca; en esa cara afilada que revela un carácter fuerte. Quevedo lo acusó de judío por los rasgos de su nariz, lo que era uno de los peores insultos en la España de la época. El rostro está iluminado a la mitad.
Representa a un mundo distinto dentro de la corte. En su trayectoria poética hay dos etapas marcadas: en la primera es admirador de Olivares y en la segunda lo critica. Está representado con una técnica similar al de Góngora, pero aquí parece que Velázquez se rinde ante la inteligencia del escritor. Muestra un rostro inteligente, con los ojos concentrados y sus anteojos característicos; además, el pelo revuelto refleja la acidez de su crítica. La cruz de Santiago revela su situación hidalga.
En él se observa la evolución en la pintura de Velázquez. Este retrato nos sirve para acercarnos a un desconocido retrato que fue mostrado en las calles de Madrid y que no se conserva.
Destaca sobre todo la capacidad del pintor de haber representado tal y como es el rey, además le pregunta al retrato si retrata o si anima, si da vida al personaje, y es que uno de los temas literarios más de moda en la época es la relación entre arte y anatomía, o el arte y la naturaleza: El arte llegará a la frontera en el que parece real.
Felipe IV, en Fraga .
Más mayor, se nota el paso del tiempo en él. Viste el rey de rojo y en la mano lleva una bengala. Ya no tiene el significado del anterior, este tiene significación política. En el que sale más joven aparecía con armadura, con la banda roja de capitán general. Tiene significación de poder militar.
Felipe IV de caza.
Se realiza en un exterior natural, en un claro del bosque. Aparece el rey vestido con atuendo de caza, polainas, guantes, con el arma empuñada y acompañado de un perro.
Infante Baltasar Carlos.
Muy parecido al anterior, es una representación infantil y muy ingenua. En ambos Velázquez introduce unas nubes plateadas, con unos montes que existían, una naturaleza con gran frescura, algo que invade a los personajes. Felipe IV está representado espontáneamente, no como lo hizo Van Dyck con Estuardo, sino muy informal. Las representaciones de los animales son muy reales en ambos cuadros. Eran para la Torre de la Parada, donde había una colección inmensa de pintura.
Retrato de Martínez Montañés.
Durante mucho tiempo se pensó que era Alonso Cano porque va vestido como un clérigo. Pero hoy día se sabe que Alonso Cano no hizo ninguna escultura del rey. Se representa al artista en el momento justo de realizar una obra de arte, tanto es así que un poeta de la época decía que se estaba “esculpiendo una idea”. Está sorprendido en un momento de trabajo en su estudio. Lleva en la mano un palillo de madera con el que está moldeando un boceto de barro que serviría para el Felipe IV de Pietro Tacca. La postura de Montañés recuerda a la del propio Velázquez en las Meninas. Ha representado al escultor en el arte de esculpir, en el momento intelectual de las artes; reflexionando y con su inteligencia gobernando sus manos. Aun así, este cuadro siempre ha mantenido ese doble problema:el de la identidad y del significado.
El salón de Reinos.
Construido en el desaparecido Palacio del Buen Retiro, se decoró con un ciclo de los trabajos de Hércules, de Zurbarán, escenas bélicas de varios pintores, entre ellos Velázquez con la Rendición de Breda, y cinco retratos ecuestres. Estos cinco retratos fueron pintados antes de su viaje a Italia; posteriormente los retocará.
El Salón de Reinos estaba dedicado a la educación de Baltasar Carlos, pero con 12 años muere y se frustran los planes de sucesión. La decoración debía presentar un retrato de las grandezas de España para la enseñanza del príncipe. Le enseñaban las virtudes y valores del rey, tomándose como modelo la figura de Hércules, el héroe es capaz de elegir correctamente entre la virtud y el vicio. Zurbarán pintó allí ese ciclo, infundiendo carácter místico a esas escenas mitológicas. Hasta el momento su obra estaba centrada en temas religiosos con una estética casi conventual y nunca había pintado este tipo de escenas; por eso se le eligió. En cuanto al príncipe, su aprendizaje también se hacía mediante los cuadros de victorias bélicas y los retratos de los antepasados, del presente y de él mismo: Felipe III y Margarita de Austria, Felipe IV e Isabel de Borbón, etc.
Felipe IV ecuestre. Museo del Prado.
Recuerda a Giambologna y Pietro Tacca. Participaron conjuntamente artistas y científicos, como Galileo, que calculó la posición del caballo de la obra de Tacca, y Montañés, que preparó esos bocetos para el retrato escultórico. Se encontraba en el Salón de Reinos, adjunto a los otros cuatro retratos ecuestres. La ornamentación del salón es de Velázquez, que muestra sus dotes organizadoras y constructivas en decoración de diferentes espacios.
Los retratos ecuestres son recompuestos, y existía una necesidad de encontrar las virtudes del próximo gobernante. Se elige la modalidad ecuestre inspirado por el poder y majestuosidad ya asentados por los antiguos retratos romanos. Quedan secuelas de la simbolización del poder comparada con la de un jinete. Posteriormente, se encontraran diferencias, en un conjunto y otro. En el muro este de esta sala se encontraban el Felipe III a caballo, con el fondo de paisaje de Guadarrama; y la Margarita de Austria, con una indumentaria inspirada en los retratos de Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz, la herencia representativa del siglo XVI.
Se advierte una frescura e inmediatez de la pintura de Velázquez con una intención renovadora. Felipe IV aparece en un paisaje más perceptible, con el caballo en corbeta. Mientras que en Isabel de Borbon y Margarita de Austria los caballos se presentan al paso.
Toda la decoración del Salón de Reinos sigue una serie de principios que deben regir su educación. Para ello aparecen las virtudes en las que debe cimentarse su educación desde la cuna. Saavedra Fajardo hablaba de que el poder representa a un jinete, que debe dominar el arte de la equitación, alegoría del gobierno; el príncipe que fuera un buen jinete nunca sería descalzado por el caballo. El rey debe ser enérgico, sereno, dulce, con gran fortaleza y dotado de misericordia. Son esas las virtudes que envuelven a este buen gobernante, a las que sumamos la justicia y la benevolencia; ya conocidas y defendidas por Saavedra Fajardo.
Aparece en las espuelas el valor de mantenerse sereno en el estribo, con un carácter de ser un buen conductor de su propia conducta. Hay una mezcla de dulzura y rigor, se aúna en perfecta armonía, como si se tratase del león y el cordero, en el que se dan un abrazo, al cual lleva esa plenitud de los tiempos.
Se contempla la creación de escenas de batallas, en concreto doce; ahora en el museo del Prado. Entre ellas se encuentra la Rendición de Breda. Podemos apreciar la autenticidad del episodio, que narran las crónicas y grabados de la época recogidas por el pintor, que no estuvo allí.
Así, recoge lo esencial del momento. Hay una gran importancia simbólica en esta conquista efímera de los españoles, que sirve como precedente para sus sucesivas conquistas en Holanda. No es un hecho aislado, sino histórico y en grupo. Ocupan un lugar preponderante en la rendición Ambrosio Espínola y Justino de Nassau. Con todo, hay una solución interesante a este grupo: el caballo, que ocupa un lugar secundario, ante las lanzas que dan el sobrenombre al cuadro.
Domina una gran espontaneidad en los demás personajes. La filosofía política relacionada con esto cobró una enorme importancia, hasta tal punto que llevó a Saavedra Fajardo idear sus empresas. En este sentido, en los siglos XVI y XVII había aparecido el nombre de Sebastián de Covarrubias.
De nuevo en el grupo central, ninguno representa esa sumisión política y de poder en la entrega de las llaves. Se trata del momento más humillante de toda la rendición: la entrega de la posesión de la ciudad a través de las llaves, como símbolo de la derrota ante los ejércitos españoles.
Esta obra alteró el sistema de todo el Salón de Reinos, en el que Carducho realizaría escenas posteriores de la batalla.
Cabe esperar que genio y gesto concuerden con el hecho de que se baja Ambrosio de Espínola de su caballo y deja que se vaya de forma espontánea. Se trata de una línea de composición que altera el convencionalismo de la escena. Lleva su banda de general, de color carmín, con el efectismo del reflejo que lo hace parecer seda. De esta manera se aproxima a Justino de Nassau, que empieza la genuflexión. Sin embargo, Espínola coge por el hombro al derrotado Nassau para evitar la humillación, tratándolo de igual a igual. Así debe ser el comportamiento del príncipe; mostrando en todo momento su virtud para que la conquista no sea sólo bélica, sino también de espíritu.
Sinceridad y adulación. La locura del poder.
Conde Duque de Olivares.
En este escenario barroco, la aparatosidad y la grandiosidad en la adulación se disponen a favor del valido de Felipe IV. El Conde Duque también había progresado en la corte, y Velázquez lo retrata mirando al espectador, en un escenario lleno de fuerza; la batalla de Fuenterrabía, en la que nunca estuvo. Este retrato le sirve a Velázquez para representar al individuo con toda la locura del poder.
Inocencio X.
La sencillez, veracidad y serenidad del Inocencio X nada tienen que ver con la aparatosidad de Olivares. Aquí Velázquez demuestra su capacidad de representar a los individuos como son. Lo coloca en la situación preferente, apartado de todo el escenario, es decir, lo saca de la escena. En el caso de Inocencio X lo realiza con dos colores, envuelto con esa cortina de damasco, con el bonete de color rojo y el blanco para el resto. Aparece sentado en esa silla dorada, con la mirada agria propia del Papa Pamphili. Le otorga una gran veracidad, y nos hace caer en la idea de estar ante un ser totalmente real.
El poder de la locura.
Realiza también pintura de bufones y enanos, de un gran realismo. Estos seres deformes eran interesantes, por ser una especie de juguetes en la corte de Felipe IV. Sin embargo, no sólo era un caso típicamente español; eran permanentes en todas las cortes europeas. Se trató más bien de una moda del siglo XVII, ya que en época de Felipe II no existían en la corte.
Así, con Felipe IV prosperan en España esos personajes deslenguados, ambiciosos y glotones. Incluso, al final de sus días muchos de ellos se retiraban con una buena pensión. Dentro de la pintura de Velázquez se les solía representar de forma aislada, aunque algunas veces aparecían acompañados de nobles. Al parecer estas pinturas se exponían en las galerías del Alcázar de los Austrias, muy próximas entre sí.
Velázquez prestó atención para comprender las limitaciones de inteligencia y corporales de estos personajes. Lejos de convertirlos en objetos de burla, los dota de un encanto y los trata de forma digna. Muestra una visión noble de estos personajes deformes y los dota de un alma digna.
Con esto vuelve a la técnica del personaje colocado en primer plano, para que aparezca solo, sin ningún acompañamiento.
El bufón Calabacilla.
Lo pintó con dignidad, en un primer plano y un espacio desnudo en el que juega con la luz. Tiene calabazas a sus lados, de ahí surge su mote. Está agachado, como temeroso, transmitiendo un sentimiento de compasión. Va bien vestido, con traje de la época. En cuanto al rostro, Velázquez no evita ningún punto de realismo; lo trata con dignidad sin evitar los motivos de su enfermedad, quizás un retraso mental.
Don Pablo de Valladolid.
De semejante manera representa a este otro bufón. Está en un espacio abierto, la luz viene del lado izquierdo y va vestido a la moda. Aparentemente tiene un aspecto corriente, pero su vientre era excesivamente abultado y para mantener el equilibrio debía abrir en exceso las piernas. Con esto se nos muestra su enfermedad y su secuela.
Diego de Acedo “el primo”.
El personaje aparece retratado al aire libre, escribiendo. Intenta demostrar el tamaño del libro comparado con el del personaje. La paleta es diferente a la de otros cuadros, más variada.
Don Juan de Austria.
Barbarroja.
Estos dos personajes eran enemigos irreconciliables y con sus peleas hacían las delicias de la
corte. Al contrario que la mayoría de los anteriores, están fuera de la pintura monocroma, con una
pincelada colorista, luminosa y un escenario natural.
Velázquez. La teología de la pintura.
En las décadas centrales del siglo XVII estará muy de moda el retrato en grupo.
Las Meninas.
Hace abierto lo que es cerrado, es decir, idea una realidad que no podemos contemplar pero que el espejo nos sugiere. Su composición totalmente barroca funde la realidad y la fantasía. El purismo al que llegó Velázquez con este retrato grupal ha hecho que se haya hablado de una “teología de la pintura” en él.
De derecha a izquierda aparecen varios personajes representados: Nicolasito Pertusato, un niño enano italiano; Mari Bárbola, una enana de origen alemán; detrás, el guardadamas y junto él, Doña Marcela de Ulloa. A continuación, Doña Agustina Sarmiento; en las escaleras se ve a Don José Nieto, el aposentador de palacio. Doña Isabel de Velasco sirve una copa a la Infanta Margarita, que después será Emperatriz de Austria. Finalmente, Velázquez se representa a sí mismo retratando a Felipe IV y Mariana de Austria, que sólo se ven en el reflejo del espejo.
El espacio se representa con exactitud. La penumbra de la estancia se ilumina mediante la ventana, por donde entra gran cantidad de luz.Algunos detalles se representan con gran realismo;
como la pérdida de azogue del espejo. Aparecen también dos cuadros de Juan Bautista Martínez del Mazo: las copias de Rubens y Jordaens y sus Palas y Aracne y Apolo y Marsias.
La figura del pintor está elevada en la corte, no sólo por ser retratista del rey, sino porque formaba parte de la orden militar de Santiago. Además, esos cuadros mitológicos del fondo adquieren un nuevo significado, al justificar la pintura como arte liberal. Recogen los mitos de la contienda entre Palas y la mortal Aracne y el dios Apolo desollando a Marsias. En ambos episodios había un desafío del mortal al dios, al que intentaba superar en habilidad. Así, Palas y Apolo acababan derrotando a sus enemigos y demostrando que las artes liberales se elevaban sobre la artesanía. Con esto se daba también una lectura moralizante sobre el pecado de la soberbia.
Los artistas en el siglo XVII defendían su espacio, su lugar en la sociedad y su carácter intelectual. Así pues, Velázquez se representa a sí mismo por su labor de pintor y el rango que ocupa en la corte. No se retrata trabajando, sino en el instante de la reflexión, recuperando esa idea leonardesca de la pintura como arte mental. Por tanto, está representando la importancia de la pintura. Se trata de un canto a la pintura, y más tras saber que quizás la cruz de Santiago fue pintada tras su muerte; incluso se ha hablado de que pudo hacerlo el mismo Felipe IV.
Cuando muere Velázquez no tiene continuadores. Le sucederán Carreño de Miranda y Claudio Coello como retratistas de Carlos II y Mariana de Austria, dominando el panorama pictórico hasta la llegada de pintores franceses de Felipe V.
El retrato holandés del siglo XVII.
En los Países Bajos del XVII continuará el esplendor comercial anterior. Tenemos aquí dos figuras importantes: Rembrandt y Franz Hals, que se mueven en los centros de Ámsterdam y Haarlem. En el caso del mundo luterano el camino seguido por la pintura era bastante claro, puesto que se alejaba de la pintura religiosa y se había adentrado por otros caminos iconográficos que permitieron el triunfo del paisaje, llegando a ocupar el porcentaje más numeroso las escenas de costumbres, el retrato de campesinos, etc. Mientras, la pintura religiosa había caído en segundo plano. La excepción será Rembrandt, en el que esa pintura será importantísima. Sentirá una inclinación fortísima por el grabado, lo que le da una peculiaridad poco común.
La falta de grandes encargos de pintura religiosa hará que surjan nuevos mecenas que representan a ese nuevo amante del arte que concederá un valor determinado a la pintura, convirtiéndola en mero objeto de comercio y de intercambio; al contrario que la Iglesia, que veía al arte como objeto aleccionador. El destino de la pintura ahora serán las casas de esos nuevos mecenas, que la utilizarán para decorar. Representan a esa nueva burguesía acaudalada para quienes la pintura era una mercancía más.
Los nuevos artistas siguen el dictado de unos gremios formados por compañías comerciales, que son los que encargan las pinturas. De esta forma son esos burgueses los que encargan la pintura que les gusta. Los temas preferidos serán los interiores que le encargarán a Vermeer, Hals, etc. Les interesaba la vida diaria, el interior de la casa burguesa y el paisaje. Esto pondrá de relieve la importancia social de los gremios, que harán ver su importancia como colectivo, asociándose incluso para la defensa de la ciudad, formando milicias. Con esto, se dará lugar a la existencia del retrato colectivo o, mejor aún, estamental. Se representarán a grupos sociales muy cohesionados, pertenecientes a un mismo sector urbano. Normalmente representarán de forma clara a la sociedad luterana.
Principalmente los centros artísticos serán Ámsterdam y Haarlem.
Rembrandt.
Autorretratos.
En el año 1631 inicia su carrera en Ámsterdam, siguiendo la demanda de la pintura holandesa que solicita la sociedad del momento. La pintura holandesa se encontraba dominada por el retrato burgués, en representación de esa sociedad, distinguiéndose del resto de Europa. Habrá dos modalidades dentro de la retratística: el retrato burgués de tipo individual y el retrato burgués colectivo.
Rembrandt cultiva estas dos modalidades de retrato. Por otra parte, en sus autorretratos atiende a otros gustos exóticos alejados de la estética luterana. Hay un cierto exotismo en sus retratos, además de una idea por no sólo fijarse en la identidad personal del modelo, sino la clase social que ocupa.
La novia judía.
No se ceñirá a las correctas conductas de la estrecha normativa luterana, y acabará buscando otras culturas más extrañas que consagran esa libertad.
Ronda de Noche.
En el año 1642 realiza la Ronda de Noche. En él retrata a los arcabuceros de Ámsterdam, que tienen como símbolo una perdiz colgando de la cintura de ese personaje femenino que destaca sobre los demás. Hay un importante juego de luces dentro de la penumbra; en los dos arcabuceros de la milicia de Ámsterdam y en ese personaje alegórico femenino.
En contraposición al otro gran retrato grupal, las Meninas, promovido por el rey, aquí tenemos otro mecenas distinto, compuesto por las milicias urbanas de la propia Ámsterdam. Las milicias urbanas encontrarán importante la representación de sus miembros, puesto que la constituían los individuos más ricos de la ciudad. Hay dos personajes destacados, el capitán y el teniente de esa milicia: Aparecen con la banda roja y espada, y el segundo con la banda blanca. El título no responde a la realidad; la escena sucede de día. Las luces que reciben los personajes metidos en un escenario en sombra proviene del sol. Todos ellos representan la condición social de los cargos políticos de la ciudad.
Compañía del Capitán Cloeck. Thomas Heyser.
Banquete de la milicia de Ámsterdam. Cornelius Antonisz.
Destacamos la idea de conjunto, donde no hay ningún individuo que sobresalga o destaque sobre los demás. Ese será el sentido tradicional del retrato colectivo.
Sin embargo Rembrandt, añade un principio jerárquico que no aparece en esos retratos colectivos. Ese sentido jerárquico es el escenario de esa penumbra para destacar la vida de las milicias. Están en la calle, y no en un espacio interior. Según los artistas la pintura de historia era como la épica, el género más importante de toda la temática de la pintura. Sin embargo, le da un sentido del decoro.
Justo en 1642 visita Ámsterdam María Enriqueta de Holanda. Poco antes había visitado la ciudad María de Medici. Esto pudo dar lugar a la formación de esta guardia de honor. Por una parte la manera de dignificar a todos los militares unifica de forma extraordinaria la libertad de movimiento de todos ellos, otorgándoles autonomía con respecto a las unidades teatrales que había sido la norma de la perspectiva clásica. Los personajes se presentan de forma no rígida, sino llenos de espontaneidad, y no quedan congelados sus movimientos. Sin embargo, es muy respetuoso con las unidades de tiempo, acción y lugar. Otra de las características es la originalidad del retrato colectivo, con esos dos personajes centrales que están destacados. Se sigue el principio jerárquico por el vestuario que llevan y porque se encuentran en el lugar más adelantado.
Lección de anatomía del Profesor Tulp.
Esta es otra concepción distinta de retrato colectivo, en el que alumnos y profesor aparecen como grupo. Era un rasgo característico de estos retratos grupales holandeses que cada miembro pagara por su representación, que debía hacerse con total fidelidad. La obra muestra la apertura intelectual de los humanistas holandeses; muy en contraposición con la Iglesia. En cuanto a la composición, las cabezas construyen un entramado geométrico en el que el foco de atención es el cadáver iluminado por ese foco de luz. Se trata de un tema delicado, ya que existía la prohibición eclesiástica de diseccionar cadáveres; abrir un cuerpo humano violentaba la intimidad y era una profanación, al diseccionar a un ser creado a imagen y semejanza de Dios. Este cuadro nos muestra a una sociedad muy avanzada, fuera del catolicismo europeo, que parece que no se siente comprometida con la Iglesia..
En esta sociedad comercial había un cúmulo de contradicciones: se consagran rígidos estamentos sociales que conocemos a través del retrato estamental y se potencian las manifestaciones de sentimientos religiosos como la caridad.
El cuadro se compone de líneas que lo dominan en un triángulo. Hay una cierta manera de presentar el hecho de forma fría e impersonal. Produce impacto el brazo diseccionado con colores amoratados. La escena posee un sentido docente, de lección anatómica.
Lección de anatomía del profesor Deyman.
Supone un paso más. Se muestra el cadáver no solo en actitud forzada, sino con sus entrañas al descubierto. La disección completa del cerebro no tiene ya un carácter simbólico, sino real. Se abre para saber donde reside la inteligencia, lo que le da un sentido emotivo al cuadro. Hay un forzado escorzo, en una perspectiva que recuerda al Cristo Muerto de Mantegna, donde se produce esa veneración mística por el cuerpo de Cristo en el sepulcro.
Por el contrario, en el caso holandés hay una veneración hacia la medicina, ese mundo nuevo que se está aprendiendo y conociendo. Se desarrollará un campo artístico que los artistas conocen para estudiar el cuerpo humano. Incluso Velázquez poseía en su biblioteca un ejemplo del tratado La materia médica, de Dioscórides. Este interés le llevó a incluir un elemento de realidad en la fábula de Las hilanderas: la unión de la música con la medicina. Relacionado con esto hay un desarrollo de la fisonomía, el estudio del carácter humano.
Historia de Cambises, Gerard David.
Muestra la historia del persa Cambises, traicionado por sus generales y desollado vivo. Este cuadro de historia probablemente influyó a Rembrandt.
Franz Hals.
Arcabuceros de San Jorge.
Comienza a hacer sus primeros retratos en Haarlem, en 1600. Como toda ciudad holandesa, Haarlem era bastante próspera. Se trata de una ciudad enriquecida por el comercio, lo que permite crear las condiciones necesarias para representar a la burguesía como un estamento social determinado. Los arcabuceros de San Jorge son una guardia urbana; un grupo selecto de la sociedad del XVII. Hals retrató como grupo a estas milicias que se crearon para mantener la seguridad contra la invasión de los españoles, la guerra de los treinta años, la organización de fiestas, banquetes, etc.
Los representa como un retrato corporativo; con gran libertad de movimiento. Todos aparecen con la misma dignidad, sin ninguna distinción jerárquica, pero en un ambiente distendido y con gran espontaneidad.
Los regentes del asilo de Haarlem.
A través de estos imágenes comprendemos la importancia del retrato en la sociedad: era el único medio de presentarse y exhibirse ante los demás. Esto motiva el incremento de la demanda, porque con ellos el individuo reafirmaba su importancia social individual y como grupo.
Los miembros de este díptico eran los representantes de las instituciones de caridad. Por su condición e ideología cristianas la sociedad les reconocía una jerarquía superior a la de los gremios. Esto justifica la necesidad de un doble retrato colectivo. Ejercían una actividad socialmente notable; combatir la pobreza en una sociedad donde las riquezas estaban distribuidas de forma muy desigual, lo que provocó un éxodo campesino hacia las ciudades, que derivó en un crecimiento de la miseria que acabó convirtiéndose en un verdadero problema. A este problema no podían hacer frente la instituciones urbanas, así que estas asociaciones de caridad tomaron el testigo, bajo unos sentimientos cristianos fundamentados en los preceptos luteranos. Para ellos la mendicidad era una cuestión municipal, y por ello se buscó la creación de estos centros públicos, sobre todo en
Alemania y Países Bajos, donde se combatiera la pobreza. Sin embargo la realidad era bien diferente. Se partía de la idea de la pobreza como castigo divino, de ahí que a los pobres se los relacionaba con los males sociales. En el siglo anterior se habían creado muchos centros de ese tipo, en los que recluían a los pobres para trabajar duramente, mal pagados y sacando pocos beneficios. Se encontraban cercanos a orfanatos, asilos y manicomios,
y con el trabajo de este sector explotado se obtenía un gran beneficio económico que era administrado de forma caritativa. La caridad, que en el siglo XVI había sido una obra de misericordia para los luteranos, era ahora un servicio gratuito. Esto lleva a que en el XVII aquellos pobres sean encerrados en estos centros, en cuya administración se colocaban estos regentes nobles. En cuanto a los regentes de Haarlem, eran buenos cristianos. Sus retratos se centran en representar al individuo que administra la caridad y no al objeto que combaten. Se evita en todo momento el dramatismo crudo de la pobreza, y se trata la exaltación de una clase social determinada, la exaltación pública de esos individuos que poseen la virtud de la caridad, que se administraba públicamente. El regente constituye un estatus social propio que no se mezcla con la gente de baja condición. Se les representa en sus reuniones, con la cabeza cubierta, ya que los únicos que la llevaban descubierta eran los sirvientes. Realizó Hals este díptico al final de su carrera, pero conservó esa modalidad del retrato estamental, junto con la calidad del retrato individual, por el que cada regente pagaba una parte. Los representó en una atmósfera tranquila y silenciosa. Aparecen vueltos hacia el espectador. Desde el punto de vista técnico se realiza con una pintura de pincelada suelta, alla prima, muy parecida a Velázquez. Al grupo masculino lo retrató sobre un fondo oscuro y uniforme. Mientras, su equivalente femenino se abre ante un fondo de paisaje con un sentido teatralízante, como tratando de simbolizar el camino de la virtud.
La Cíngara.
Lo realiza en el año 1625. Para la clientela noble de la ciudad ese estilo vigoroso y libre no se acomoda a sus gustos por buscar modelos distintos, poco convencionales, como la gente humilde de Haarlem y los niños de la calle; en este punto se encuentra la Cíngara. Esta devoción por los temas poco convencionales le hizo perder la clientela burguesa y aristocrática, lo que le llevó a la ruina total.
Con todo lo anterior, la situación impuesta por el protestantismo hizo languidecer la pintura religiosa pero contribuyó a afianzar el retrato como género libre.
(Gracias a Ramón García del Real Martínez por sus magníficos apuntes)
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